Todos íbamos a ser reyes

escribe: Pablo Otaíza
fotos: Juan Hoppe

La mayoría de los jugadores profesionales inician su carrera de manera similar. Son descubiertos en algún partido de barrio e invitados a una prueba en un club de renombre, sea de provincia o de capital. Esas invitaciones son confundidas muchas veces con tickets dorados, con futuros asegurados o incluso con puestos fijos dentro de la cancha. 

Nada de eso es cierto. Son muchos los que llegan con ansias y talento, y proporcionalmente, son muy pocos los que lo logran. Estadísticamente tienes muchas más posibilidades de no llegar arriba que de tocar el cielo. Así y todo, son miles de niños y jóvenes los que día a día lo siguen intentando.

Yo fui uno de esos. De esos que llegó con el sueño de jugar fútbol como profesión, pero que adentro descubrió la otra cara del paraíso. Y si bien me retiré cuando vi que solo con talento no bastaba, hay algunos que siguen y persisten, en un acto casi masoquista, tratando de vivir del fútbol, tratando de ser profesionales, aunque eso les cueste la juventud y las penurias propias de saberse lejos de la elite y de los sueldos millonarios. Esos que saben que ya no estudiaron o aquellos que pecaron de arrogantes y miraron con desprecio a sus pares cuando optaron por dar un paso al costado y hoy nadie los considera. De esos casi futbolistas nadie se preocupa en este fútbol mercantil e indiferente. 

De los que quedaron en el camino, de los amigos de la figura, que súbitamente cambian su rol del elegido por otros con menos talento. De esos están atiborradas las canchas de tierra, las fábricas, las poblaciones marginales y por supuesto, los bares. Historias de fracasos y talentos abundan, regadas de lagrimones, frustraciones y arrepentimientos; deambulan exvolantes de creación, porteros y wines veloces que le hacen fintas a la pobreza. Nadie los acompaña cuando se baja el telón. 

Dieron todo, pero no llegaron. Fueron años de sacrificio, en la mayoría a costa de grandes esfuerzos familiares. Muchos ven en el futuro futbolista una salida económica, por eso no se duda al momento de elegir entre comprar zapatos de fútbol o cambiar de pantalones y calcetines al resto de los hermanos. Una inversión familiar, en definitiva. Un sacrificio en conjunto. El fracaso posterior también será grupal. No pudo, no pudimos, casi salimos de acá. 

Y los mismos que antes los aplaudían hoy solo los re­cuerdan furtivamente, en un par de años serán solo una anécdota. Aunque en sus cabezas sigan jugando los mismos partidos en los que brillaban con 15 o 16 años, cuando todos les decían que serían subidos al plantel de honor, que el entrenador los había visto en los entrenamientos, que todos hablaban bien de ellos. Sin embargo, ese llamado nunca llega. Aunque siguen metiendo en cada práctica, darse cuenta de que otros suben y otros se empiezan a marchar no puede dejar indiferente a nadie. El boleto dorado no es para todos. Nunca lo ha sido. Y nunca lo será. 

Hace un tiempo supimos de la muerte de Leandro Latorre, joven futbolista argentino que se suicidó a sus 18 años por no encontrar club donde continuar su carrera después de una lesión. A miles de kilómetros de distancia, en Inglaterra y solo con semanas de diferencia, Jeremy Wisten, de 17 años, tomaba la misma trágica decisión y se quitaba la vida al ser desechado por el poderoso Manchester City.

Nadie los prepara para el fracaso. Nadie los prepara para no llegar, para el casi éxito, para la frustración. Existen otros, miles, que no se suicidan, pero que viven del recuerdo en trabajos comunes y corrientes. Aprender a sobrellevar eso es difícil. Sobre todo si uno de tus pares de generación tocó el cielo. Nadie está ahí en ese momento. Ya no hay representantes, ni veedores, ni técnicos que te den una palabra de aliento o te traten de orientar. Acá quedaste a la deriva. Unos llegan, otros no. 

Una de las primeras cosas que aprender es que hay niños, jóvenes y hombres que darían todo por llegar a primera división. Pueden sacrificar su forma de jugar, agachar la cabeza ante un reto injusto, ir con mala leche en un entrenamiento, cagar a un compañero, todo por esa visión que les inculcan familiares, representantes y algunos entrenadores, esa donde el otro es tu potencial rival, tu piedra de tope para ser profesional. Esa ansia maldita de querer llegar solo, cueste lo que cueste. Muchos no aguantan y se van a tiempo. Alcanzan a estudiar o a dedicarse a otras cosas, dejando todo lo vivido como un valioso recuerdo de niñez. Otros no.

El jugador profesional se ha convertido desde hace un tiempo en un producto desechable; por lo tanto, y con mayor razón, el que no logra llegar a primera se convierte en una anécdota más en el difícil y duro ascenso de ese mismo producto. Una situación dramática donde el fútbol rentado y el maldito sistema de piernas esclavas tiene mucho que mejorar para poder saldar esa deuda pendiente con los miles de olvidados que deambulan, viendo con ojos llorosos y con gusto a fracaso, como fueron otros los elegidos para entrar domingo a domingo a las canchas de pasto perfecto.